dissabte, 2 de novembre del 2013

El precio que debimos pagar en la Transición

La Transición está muy de moda. Está de moda decir que muchos de los problemas que ahora vivimos son consecuencia de dicho período. Está de moda decir que a los que les tocó lidiar con tan difíciles años no tuvieron el suficiente apunte de miras para poder limitar lo que unos años después se le vendría encima al Estado. Está de moda, en definitiva, criticar los primeros años de una tan tierna y blanda democracia.

Conviene arrojar luz a la oscuridad. En primer lugar hay que situarse en el contexto social, político y económico que se vivió a mediados de los 70 y principios de los 80. A nivel social la tensión iba en aumento desde que murió el dictador -y ya antes- el 20 de noviembre en la cama. Baste aquí recordar que ETA mataba casi a diario militares, guardias civiles y policías y que, dichos estamentos, estaban muy disgustados con la acción (o inacción) del Gobierno. A nivel político la lucha era descarnada. Adolfo Suárez fue elegido Presidente, hubo presentado en 1976 la antesala de lo que serían las primeras elecciones democráticas desde el 1936, ésto es, la Ley para la Reforma Política con la aquiescencia del Rey. En Cataluña -y en todo el Estado- se convocaban manifestaciones al grito de “libertad -para todos-, amnistía -para los presos políticos- y Estatuto de Autonomía -para las regiones históricas-”. Y por último, a nivel económico España estaba salpicada por la crisis del petróleo de principios de los 70 con unos datos macroeconómicos muy preocupantes.

Los actores a los que les tocaría embridar las tensiones latentes en dicha época fueron los padres constitucionales, esa heterogénea composición que me aventuro a afirmar que hoy sería mucho más costosa de conseguir. Fueron los Miguel Herrero (UCD), José Pedro Pérez-Llorca, Manuel Fraga (AP), Gregorio Peces-Barba (PSOE), Miquel Roca (CiU) y Jordi Solé (PCE). ¡Incluso había un comunista!



¿Que modelo tendría el Estado? ¿Donde se ubicarían los derechos de las personas? ¿Como se habilitaría un modelo territorial que contentara a todos? ¿Cual sería el sistema electoral? ¿Que papel debería jugar el ejército? ¿Como se modularía la separación de poderes? ¿Sería un país unitario o descentralizado? ¿Que estatuto tendría el Rey?

Ustedes hagan el juego imaginario de pensar el interminable debate que supondría, en los tiempos actuales, dar respuesta a tan trascendentales preguntas. Pues bien, no sin tensiones y sobretodo cesiones, se fue gestando la que sería la Constitución (en adelante CE) más moderna y virtuosa de las que hemos tenido en toda la historia. Una CE en la que casi todo cabía y en la que se quería dejar bien clara una cosa desde los tres primeros contundentes artículos. Que España era indisoluble e indivisible y que la soberanía nacional residía en todo el pueblo español. Ese era el límite a la descentralización estatal.

También hemos sabido con el tiempo que el artículo 8 de la CE, ese que reserva al Ejército la posición de garante del orden constitucional y de la unidad territorial de España fue una condición castrense para aceptar tal texto. El concepto de “una, grande y libre” estaba demasiado arraigado como para dejar que España, a su entender, se partiese.

El chocolate del loro constitucional fue el Título VIII titulado “De la organización territorial del Estado” y que acabó en el conocido “café para todos”. ¿Puede un tema ser tan recurrente en la historia de España? Dicho título fue negociado, y se sabe, bajo ruidos de sables. Pero convendría no conducirse a error y ser tan simplistas. El Estado de las Autonomías fue consiguiéndose por arrastre, y a ello también contribuyeron, y mucho, las élites locales, los antiguos caciques. Es decir, se consiguió mucho, y así lo reconoció Roca i Junyeny (CiU) al distinguir, en el artículo 2 CE, entre “nacionalidades y regiones”. Pero, de facto, dicha distinción, se ha visto con el tiempo que no ha sido tal. España ha sido el país del “nosotros no vamos a ser menos” y hoy podemos ver, como ese Título VIII de la CE si que se puede afirmar con rotundidad que ha sido fuente de numerosos problemas junto con los artículos 148 y 149 que hacen el reparto competencial entre Estado y CCAA. Además se introdujo una Disposición Adicional que sí reconocía los derechos históricos de Navarra y del País Vasco (en lo que sí es una asimetría).

Baste recordar que el contexto social contribuyó a que la interpretación de dicho Título fuera restrictiva. Y es que el 23 de febrero de 1981 estuvo minuciosamente calculado (todavía no se sabe exactamente por quién) para limitar el poder autonómico. En dichos tiempos se estaba negociando la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico y la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas y el golpe militar fue un gran freno a las aspiraciones de una asimetría que hoy vemos las tensiones que está causando.

Pasando muy por encima de tan trascendentales cuestiones he querido poner de relieve que el contexto en el cual tocó ser negociado la CE fue tremendamente difícil. Con limitaciones impuestas y caminos por los que no se quería dejar transitar. Conviene recordar que había mucho que perder si la mecha ardía, se venía de lo que se venía y las cesiones fueron la regla de las negociaciones. Hay que tener retrospectiva y ponerse en las pieles de los que hubieron de negociar en tan difíciles circunstancias pero también hay que llenarse de las razones de peso que existen actualmente para adaptar nuestra Carta Magna a los tiempos cambiantes actuales. O ésto o mucho me temo que el modelo territorial español no seguirá como está por mucho tiempo. Con un Ejército más débil que nunca (el filtro más complicado por el que había que pasar en el 1978) convendría, más pronto que tarde, acometer cambios constitucionales de adaptación de la Carta Magna al contexto actual. ¿Será ésto posible?