La
Transición está muy de moda. Está de moda decir que muchos de los
problemas que ahora vivimos son consecuencia de dicho período. Está
de moda decir que a los que les tocó lidiar con tan difíciles años
no tuvieron el suficiente apunte de miras para poder limitar lo que
unos años después se le vendría encima al Estado. Está de moda,
en definitiva, criticar los primeros años de una tan tierna y blanda
democracia.
Conviene arrojar luz a la oscuridad. En primer
lugar hay que situarse en el contexto social, político y económico
que se vivió a mediados de los 70 y principios de los 80. A nivel
social la tensión iba en aumento desde que murió el dictador -y ya
antes- el 20 de noviembre en la cama. Baste aquí recordar que ETA
mataba casi a diario militares, guardias civiles y policías y que,
dichos estamentos, estaban muy disgustados con la acción (o
inacción) del Gobierno. A nivel político la lucha era descarnada.
Adolfo Suárez fue elegido Presidente, hubo presentado en 1976 la
antesala de lo que serían las primeras elecciones democráticas
desde el 1936, ésto es, la Ley para la Reforma Política con la
aquiescencia del Rey. En Cataluña -y en todo el Estado- se
convocaban manifestaciones al grito de “libertad -para todos-,
amnistía -para los presos políticos- y Estatuto de Autonomía -para
las regiones históricas-”. Y por último, a nivel económico
España estaba salpicada por la crisis del petróleo de principios de
los 70 con unos datos macroeconómicos muy preocupantes.
Los
actores a los que les tocaría embridar las tensiones latentes en
dicha época fueron los padres constitucionales, esa heterogénea
composición que me aventuro a afirmar que hoy sería mucho más
costosa de conseguir. Fueron los Miguel Herrero (UCD), José Pedro
Pérez-Llorca, Manuel Fraga (AP), Gregorio Peces-Barba (PSOE), Miquel
Roca (CiU) y Jordi Solé (PCE). ¡Incluso había un comunista!
¿Que
modelo tendría el Estado? ¿Donde se ubicarían los derechos de las
personas? ¿Como se habilitaría un modelo territorial que contentara
a todos? ¿Cual sería el sistema electoral? ¿Que papel debería
jugar el ejército? ¿Como se modularía la separación de poderes?
¿Sería un país unitario o descentralizado? ¿Que estatuto tendría
el Rey?
Ustedes hagan el juego imaginario de pensar el
interminable debate que supondría, en los tiempos actuales, dar
respuesta a tan trascendentales preguntas. Pues bien, no sin
tensiones y sobretodo cesiones, se fue gestando la que sería la
Constitución (en adelante CE) más moderna y virtuosa de las que
hemos tenido en toda la historia. Una CE en la que casi todo cabía y
en la que se quería dejar bien clara una cosa desde los tres
primeros contundentes artículos. Que España era indisoluble e
indivisible y que la soberanía nacional residía en todo el pueblo
español. Ese era el límite a la descentralización
estatal.
También hemos sabido con el tiempo que el artículo
8 de la CE, ese que reserva al Ejército la posición de garante del
orden constitucional y de la unidad territorial de España fue una
condición castrense para aceptar tal texto. El concepto de “una,
grande y libre” estaba demasiado arraigado como para dejar que
España, a su entender, se partiese.
El chocolate del loro
constitucional fue el Título VIII titulado “De la organización
territorial del Estado” y que acabó en el conocido “café para
todos”. ¿Puede un tema ser tan recurrente en la historia de
España? Dicho título fue negociado, y se sabe, bajo ruidos de
sables. Pero convendría no conducirse a error y ser tan simplistas.
El Estado de las Autonomías fue consiguiéndose por arrastre, y a
ello también contribuyeron, y mucho, las élites locales, los
antiguos caciques. Es decir, se consiguió mucho, y así lo reconoció
Roca i Junyeny (CiU) al distinguir, en el artículo 2 CE, entre
“nacionalidades y regiones”. Pero, de facto, dicha distinción,
se ha visto con el tiempo que no ha sido tal. España ha sido el país
del “nosotros no vamos a ser menos” y hoy podemos ver, como ese
Título VIII de la CE si que se puede afirmar con rotundidad que ha
sido fuente de numerosos problemas junto con los artículos 148 y 149
que hacen el reparto competencial entre Estado y CCAA. Además se
introdujo una Disposición Adicional que sí reconocía los derechos
históricos de Navarra y del País Vasco (en lo que sí es una
asimetría).
Baste recordar que el contexto social contribuyó
a que la interpretación de dicho Título fuera restrictiva. Y es que
el 23 de febrero de 1981 estuvo minuciosamente calculado (todavía no
se sabe exactamente por quién) para limitar el poder autonómico. En
dichos tiempos se estaba negociando la Ley Orgánica de Armonización
del Proceso Autonómico y la Ley Orgánica de Financiación de las
Comunidades Autónomas y el golpe militar fue un gran freno a las
aspiraciones de una asimetría que hoy vemos las tensiones que está
causando.
Pasando muy por encima de tan trascendentales
cuestiones he querido poner de relieve que el contexto en el cual
tocó ser negociado la CE fue tremendamente difícil. Con
limitaciones impuestas y caminos por los que no se quería dejar
transitar. Conviene recordar que había mucho que perder si la mecha
ardía, se venía de lo que se venía y las cesiones fueron la regla
de las negociaciones. Hay que tener retrospectiva y ponerse en las
pieles de los que hubieron de negociar en tan difíciles
circunstancias pero también hay que llenarse de las razones de peso
que existen actualmente para adaptar nuestra Carta Magna a los
tiempos cambiantes actuales. O ésto o mucho me temo que el modelo
territorial español no seguirá como está por mucho tiempo. Con un
Ejército más débil que nunca (el filtro más complicado por el que
había que pasar en el 1978) convendría, más pronto que tarde,
acometer cambios constitucionales de adaptación de la Carta Magna al
contexto actual. ¿Será ésto posible?